Por: Ivan Coa Apaza
La relación entre los sueños y la concepción de los ajayus (almas) en nuestra cultura es un tema de profundo significado. En contraste con las perspectivas europeas, donde los sueños pueden ser interpretados de manera negativa o desfavorable, para nosotros, los indios, los sueños tienen una influencia significativa en nuestras vidas, guiando nuestras acciones y decisiones diarias. Además, la existencia de los tipos de ajayus y la continuidad de la existencia más allá de la “muerte” en nuestra cultura agrega una capa única a nuestra comprensión sobre la vida. Nuestros antepasados no se desvanecen en la “muerte”, sino que continúan siendo parte activa de nuestras vidas, lo que se manifiesta especialmente en la apxata (mesa de ofrendas) durante la festividad de Todos Santos. Esta perspectiva ofrece una visión singular y rica de la vida.
El fenómeno del sueño ocupa un lugar destacado en nuestra comprensión de la realidad. Distinguiendo nuestra perspectiva de la europea, es relevante por ejemplo notar que para un europeo, el soñar con un burro se asocia con un presagio negativo, mientras que para nosotros, que lo hemos adoptado a este animal, dicho sueño se interpreta como un augurio de buena fortuna. De manera análoga, mientras que en la cultura europea el soñar con una serpiente se percibe como un signo desfavorable asociado al diablo, en nuestra filosofia, este sueño reviste una connotación positiva, simbolizando la llegada de un nuevo ser.
En nuestra cultura, el sueño juega un papel esencial en la forma en que organizamos nuestras actividades diarias. La visión de un niño en nuestros sueños a menudo se interpreta como una señal de que la prosperidad financiera está en camino, lo que nos impulsa a tomar medidas concretas para hacer realidad esta expectativa. Por lo tanto, al despertar por la mañana, nos sentimos motivados a buscar oportunidades laborales, liquidar deudas pendientes y reclamar lo que nos deben. En este contexto, el sueño ejerce una influencia determinante en nuestra vida cotidiana.
Según nuestros conocimientos, el sueño es una parte fundamental del ajayu. Reconocemos la existencia de cuatro tipos de ajayu: el ajayu principal, el ajayu menor (que se representa a través de su sombra), el ajayu rotativo (que migra de un lugar a otro) y el ajayu del ajayu rotativo. Este conocimiento se refleja en nuestras prácticas culturales, como cuando en los Ayllus, Markas o comunidades rurales enfatizamos la importancia de cuidar el ánimo o ajayu de una persona, ya que su pérdida puede tener consecuencias no buenas para la salud. También se sostiene que la enfermedad se produce cuando uno de los ajayu abandona el cuerpo, lo que resalta la necesidad de restaurar y reponer el ánimo a través de intervenciones realizadas por los Yatiris.
Uno de los cuatro ajayu en aymara llamamos Qamasa, que se desplaza entre diferentes entidades, como animales y plantas. Se sostiene que, desde el nacimiento, cada individuo alberga un alma central, y el Qamasa no siempre permanece en la persona, pudiendo migrar a otras manifestaciones de la naturaleza tras la muerte.
En contraste con la concepción cristiana, que reconoce un solo tipo de alma, exclusivamente asociada al ser humano y al «Espíritu Santo» en relación a su deidad, nuestra filosofía abarca múltiples formas de ajayu. La distinción entre las perspectivas occidentales y las nuestras plantea la necesidad de considerar y valorar nuestras propias formas de ver la vida.
A partir desde nuestra concepción no existe la muerte en el sentido convencional; en cambio, la vida es constante y fluida. Nuestros antepasados no desaparecen en la «muerte», sino que siguen existiendo en nuestra realidad diaria. En los primeros días de noviembre, les damos la bienvenida al mediodía y se despiden días después de su arribo. Aguardamos con entusiasmo la llegada de nuestros seres queridos. Esta tradición refleja la idea fundamental de que, para nosotros, la muerte no significa el final, y no compartimos la concepción de un destino en el cielo o el infierno, como se plantea en la religión católica. Para nosotros, la existencia fluye en una continuidad ininterrumpida, y la transición se considera simplemente un cambio de estado.
Para nosotros, no existe la muerte, la vida es constante, solo se trata de un cambio de etapa. Cuando alguien “muere”, sucede en el plano material, ya que el ajayu o sombra persiste, y su cuerpo permanece en el cementerio durante ocho días. Después de siete días, uno de los ajayu se desprende, pero no todas lo hacen. Las demás siguen dentro del cuerpo. Después de un año, otro ajayu se separa. Sin embargo, si un ser querido fallece en agosto y se acerca el día de Todos los Santos en noviembre, no ponemos el apxata, ni celebramos, ya que la partida todavía está fresca. El ser sigue vivo, aún no ha liberado por completo sus tres almas. Durante los ocho días y el transcurso del año, seguimos estas prácticas y las incorporamos en nuestra vida cotidiana, incluso la misa, aunque no sea de nuestra tradición, la hemos adaptado a nuestro enfoque espiritual.
En el idioma aymara, se utiliza el término «Jaka» para vida y «Jiwa» para muerte. La percepción de la muerte se concibe como algo hermoso y bello, y se expresa mediante los términos «Jiwa» y «Jiwaki». En esta concepción, somos tanto vida como muerte al mismo tiempo, lo que aporta un matiz singular a nuestro conocimiento. El quechua emplea la palabra «Kausachun» para vida, mientras que «Wañuy» no significa muerte, sino más bien un proceso de resequedad o secado del cuerpo que ocurre durante un año, antes de convertirse en «Chullpa». Para nosotros, no existe una noción clara de la muerte en el sentido tradicional, ya que la vida y la muerte coexisten y se entrelazan en una experiencia continua.
En relación con el conocimiento en que nuestros antepasados perduran en nuestro mundo, es importante destacar que esta afirmación es una parte arraigada de nuestras tradiciones ancestrales. Desde mucho antes de la llegada de los españoles, se representaba a los “muertos” en posición sentada, indicando que ellos continúan viviendo en sus propias tierras y casas. Este fenómeno se refleja en las chullpas de Oruro, donde los cadáveres son acomodados en postura erguida, simbolizando el pensamiento de que los “fallecidos” mantienen una presencia activa. Los “muertos” no solo existen, sino que también llevan a cabo actividades cotidianas, como comer, viajar, trabajar y vestirse. Esto se manifiesta de manera más evidente durante la festividad de Todos Santos, cuando las familias se reúnen alrededor de la apxata, preparando platos especiales y compartiendo un momento con los seres queridos que vinieron del Ayamarka. Esta práctica es intrínseca a nuestra cultura, y su origen se remonta a tiempos precolombinos, como lo evidencia el relato de Guaman Poma de Ayala en 1614. Este concepto de los “muertos” que persisten en nuestra realidad no es exclusivo de nuestra región, sino que se encuentra presente en diversas culturas de este continente, donde las almas son consideradas habitantes activos de la Tierra y no son relegadas a un más allá desconocido.
Foto: Pachay